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La hamaca de Bolívar
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Por Arturo Úslar Pietri


En una de las vitrinas del Museo Bolivariano de Caracas hay una vieja hamaca desflecada, con los colores que fueron vivos, amortecidos por el tiempo. Es una
hamaca de Bolívar. Fue una de las que él usó durante los largos años de aquellas campañas inagotables, de aquella andanza sin tregua que se tejió y retejió como el hilo del destino, por entre selvas, cumbres, ciénagas y llanuras, desde la boca del Orinoco hasta las riveras del Titicaca.

Esa hamaca colgó en la sala rústica de la casa del pueblo: Entre dos árboles a la intemperie para acampar por la noche. Durante los tiempos más difíciles y agitados de su lucha Bolívar no tuvo otro lecho. Era su cama, su silla de trabajo. Por la noche en tierra caliente, se tendía en ella a dormir su breve sueño nervioso. Al llegar, lo primero que hacía el asistente era tenderla. Venían los secretarios y los ayudantes y se ponían alrededor. Mientras él se mecía y se levantaba sin cesar, dictaba cartas y disponía operaciones.

Alguno de los europeos que menos lo entendieron no dejaron de escribir profusamente aquel uso de la hamaca. Les parecía que era la señal de su inferioridad y de su barbarie.

Hippisley y Ducoudray Holstein, por ejemplo, que escribieron amargos libelos contra él, hablaban con insistencia de la hamaca. Les parecía degradante.

La hamaca era el lecho del indio. Del indio pasó al mestizo criollo. Es cama y el sillón del hombre del pueblo. Viene de la más remota y profunda América. Forma parte esencial de una manera de vivir y por ello mismo también de una filosofía de la vida. Para quienes no entienden esa hamaca de Bolívar les ha de resultar difícil o imposible entender aquel hombre extraordinario y tan complejo. Que es precisamente lo que le pasó a Hippisley y Ducoudray Holstein. Y a tantos de ayer y de hoy.

Esa hamaca es manifestación de la americanidad fundamental de Bolívar. Había aprendido, probablemente a usarla y a amarla, en la casa paterna. Los esclavos
que le enseñaron su uso debieron transmitirle también los más vivos valores tradicionales de la cultura popular de su país. Cantares, leyendas, música, consejas, proverbios, de indios, de negros, de mestizos. Que en su alma se
mezclaban a la otra tradición, igualmente viva y vieja, que recibía de padres, maestros y mayores.

Sobre ese espíritu nutrido así de vivas raíces criollas y españolas vino a depositarse la cultura europea. Los libros de los enciclopedistas franceses y racionalistas ingleses, el arte poético de Boileau, el Emilio del gibelino, el
lujo y el refinamiento del Madrid de Godoy, del París del consulado y del Imperio, y del Londres del final de Jorge III.

De esa época son sus dispendiosas aventuras del Palais Royal y tal vez aquel retrato del joven dandy que pudo pintar Gill en un taller londinense en 1810. Exterior y superficialmente debía parecer un joven rico de la aristocracia europea. Pero en lo profundo seguía vivo lo otro. A ratos afloraba con poderoso impulso. Con vehemente pasión que lo llevaba a renegar de aquella vida fácil y grata en que parecía complacerse. Así debió ocurrir en sus conversaciones en París con el Barón de Humboldt. Humboldt hablaba con pasión de aquella América de grandes ríos y selvas tropicales y de helados páramos y de sus pobladores. De una naturaleza de misterios y poderosa en creación y destrucción de la que Europa sabía poco, y de unas gentes no menos conocidas, pero llenas de destino
y deseosas de encontrar su camino en la historia.

Con Simón Rodríguez también hubo de volver muchas veces al tema americano. Su antiguo maestro de primeras letras en Caracas le sirvió de guía por el mundo
del racionalismo en sus dos visitas a Francia. Juntos hicieron a pie el viaje París a Italia divagando libremente por los reinos de la cultura y de la curiosidad. Rodríguez había partido de Rousseau en busca de una pedagogía que
pudiera realizar el destino americano. Tanto debieron hablar de su América criolla en acuerdo y en contradicción con las ideas europeas que al término de  la andanza, entre ruinosos mármoles de una colina romana, el joven hizo el exaltado juramento, digno de un héroe de Byron, de consagrar su vida a alcanzar la independencia para la América española.

Su vuelta a América en 1807 es vuelta y regreso en más de un sentido. Regresa no solo a dedicarse a la causa exterior de lograr la independencia de su América, sino a la causa profunda de entender y realizar aquel mundo tan lleno
de oscuras posibilidades.

Para muchos hombres de aquel tiempo el proceso de la independencia parecía poder reducirse a una simple amputación. Cortar la dependencia que los ataba a
la corona de España, sin que ocurrieran conmociones o «peligrosas novedades», sin contaminación de afrancesamiento subversivo. Para éstos, la ruptura de la
dinastía española con la invasión napoleónica pareció ofrecer la oportunidad ideal.

Otros, gente más cosmopolita y enamorada del progreso, concebían la independencia como una oportunidad de poner en práctica las instituciones y los ideales de la república democrática tal como se había visto en los Estados Unidos y en Francia.

Bolívar advierte desde el primer momento que el problema es otro, mucho más complejo y arduo. No es el de satisfacer los intereses materiales de quienes no
tienen sino intereses, ni el de realizar delirios ideológicos de quienes no tienen sino teorías. Habrá primero que ganar la independencia en los campos de batalla y no en meras actas de asambleas, y habrá luego que buscar las
instituciones estables que correspondan a la realidad económica y social de la América hispana.

Bolívar ve fracasar la primera república de Venezuela en 1812. Había sido proclamada y creada sin sangre y sin tropiezos. La habían dotado de una constitución donde habían acomunado todas las perfecciones teóricas de una
república ideal. Y sin embargo se derrumbó rápida y dolorosamente ante la marcha de un soldado afortunado.

En medio de aquella primera catástrofe Bolívar revela algunos rastros esenciales de su extraordinario carácter. Su capacidad de comprender la realidad y su fe indomable. Desde el primer momento manifiesta la convicción de que nada está perdido y que el triunfo final habrá de pertenecer a los patriotas. En su Manifiesto de Cartagena de 1812 y en su Carta de Jamaica de 1815 no sólo aparece esa convicción en el tono más enérgico y persuasivo, sino
que también plantea el problema de la organización de los nuevos estados americanos en los términos más penetrantes y exactos en que nadie lo había hecho hasta entonces.

Lo que Bolívar concibe claramente desde el comienzo, y que se convierte en la norma directa y fundamental de su pensamiento y de su acción, es la idea de la peculiaridad del mundo americano. Las concepciones y las teorías aprendidas en Europa o en los Estados Unidos deben adaptarse a las características de los nuevos países. La geografía, la historia, las antiguas leyes, los usos
tradicionales de esos pueblos deben ser tenidos en cuenta de manera primordial. Sobre esos hechos deben meditar los legisladores para concebir las instituciones adecuadas.

En 1819, en su Discurso de Angostura, que es acaso la más luminosa de sus piezas escritas, plantea claramente el problema de que las nuevas naciones necesitan hallar instituciones propias. Sus ideas de entonces vienen a ser como la consecuencia y el desarrollo de las que había expresado con tanta clarividencia en 1815, desde el destierro de Jamaica, en su famosa carta dirigida a un caballero inglés: «Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado de dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y las ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad
civil».

La intuición genial de esa realidad es la que dicta su acción de guerrero y su obra de político. La creación de un ejército capaz de ganar y asegurar la independencia de la América española durante quince años de guerra hubiera sido empresa suficientemente colosal para asegurar su gloria. Bolívar sabe hallar el ejército espontáneo que estaba en el espíritu de su pueblo. Su táctica es que
la geografía y la psicología popular le dictan. Él sabe hallar el profundo minero de energía que estaba como dormido debajo de aquellas pieles morenas y de aquellos ojos que habían parecido sumisos durante tres siglos. Él va hacer del ejército «el pueblo activo». Con ese ejército de campesinos que toma las armas sin abandonar sus ropas de labranza, los más descalzos, los más durante los primeros tiempos sólo con armas blancas, sin intendencia, sin soldada, casi sin medicinas. Con ese ejército, en más de cuatrocientas acciones de armas y en un teatro de operaciones de más de cinco millones de kilómetros cuadrados, Bolívar gana la independencia para los países que hoy son Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Panamá y pone fin al dominio español en la América del
Sur.

Esta es la obra de su tenacidad, de su voluntad heroica pero también de su medio, de su hora y del genio de su pueblo. Uno de sus más notables contrincantes, el General español Pablo Morillo, quien vino a combatirlo a
Venezuela al frente de la mejor y más numerosa expedición de tropas peninsulares que nunca vino a América, dijo de él: «Alma indomable, a quien le basta un triunfo, el más pequeño, para adueñarse de quinientas leguas de
territorio... Bolívar es el jefe de más recursos y no hallo cómo ponderar su actividad. Mucha fuerza se necesita para vencer a estos rebeldes que no desmayan con ninguna derrota y que están resueltos a morir antes que
someterse... Nada es comparable a la incansable actividad de este caudillo... Su arrojo y su talento son sus títulos para mantenerse a la cabeza de la revolución y de la guerra».

Simultáneamente con la guerra se le va planteando el problema de la organización de los nuevos estados. Su ideal político interno es el de la libertad sin anarquía, el del orden sin la injusticia, el de la «mayor suma de
felicidad posible» para todos. En Angostura lo expresó con toda claridad: «Un Gobierno Republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo: la división de los poderes, la libertad civil, la
proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios». A ese objeto han de ir encaminados sus pasos durante toda la larga pugna por establecer un orden político estable en las nuevas naciones. Las circunstancias y los medios varían en ocasiones. Pero el fin se mantiene el mismo hasta su última hora.

Para la política exterior concibe desde los comienzos de la revolución la necesidad de que la América hispana se organice como un todo o por lo menos como un conjunto de grandes estados y confederaciones. Ya desde 1813 habla de la necesidad de unir a la Nueva Granada y Venezuela. Más tarde se lanza a la empresa de convocar el Congreso de Panamá de 1826 para establecer una organización americana que pudiera ser el punto de partida de una organización internacional ecuménica. Su América debe organizarse para convertirse en uno de los polos del equilibrio universal. En 1813 había hecho publicar en Caracas lo siguiente: «La ambición de las naciones de Europa lleva el yugo de la esclavitud a las demás partes del mundo; y todas estas partes del mundo debían
establecer el equilibrio entre ellas y la Europa, para destruir la preponderancia de la última. Yo llamo a esto equilibrio del Universo y debe entrar en los cálculos de la política».

Él se hace el supremo interprete del alma criolla en trance de creación. Nadie caló más hondo en la naturaleza de su pueblo y miró con más anticipación los peligros del porvenir.

Tenía en la cabeza todo lo que podían tener las gentes más cultas de su tiempo. Pero solo como antecedente, como complemento o como punto de partida. Para la interpretación del destino de aquel «pequeño género humano» era poco lo que podían servirle las concepciones europeas. América era cosa distinta y debía dar sus propias soluciones. Su Rousseau, su Montesquieu, su Bentham estaban en él balanceados por su poderosa comprensión del instinto del llanero a caballo, del andino de ruana, del boga de los grandes ríos. Había sabido
macerar lo europeo en la vigilia de la hamaca criolla. Lo que iba a surgir en acción y en pensamiento era cosa distinta: la concepción americana de Bolívar.

Aquella hamaca resulta así de un gran simbólico. Es el legado visible y pintoresco del mundo criollo donde están clavadas sus más hondas raíces.

Menudo, nervioso, iluminado, impulsivo, resonante, la vida de Bolívar parece consumirse en una angustiosa fiebre de creación. Sus problemas no fueron nunca
solamente los del general de un ejército, ni los de gobernante de un país. Él se sentía cargado con la responsabilidad del destino americano. De realizarlo
él, o de que quedara irrealizable durante generaciones. Las batallas, las marchas, los problemas administrativos, las combinaciones políticas venían a reducirse a fragmentos o etapas de aquella inagotable empresa sobre humana a la que se había sentido consagrado. «Yo soy el hombre de las dificultades» dijo en alguna ocasión, y en otra dijo también que era uno de los mayores majaderos de la humanidad. Con lo que declaraba el carácter desesperado y extraordinario de su vocación.

Su grandeza y su tragedia arrancan de esa compleja comprensión de su misión. Si hubiera sido un mero ideólogo imbuido de ideas aprendidas de Europa, republicanas o monárquicas, como abundaron tantos en su tiempo, habría encontrado satisfacción y derivativo en la proclamación de principios teóricos.

Si hubiera sido tan solo un oportunista, apegado a las circunstancias se habría dedicado a disfrutar de su botín de autoridad sobre el inmenso territorio capturado. A hacer en grande lo que después hicieron todos los caudillos locales.

Pero él no quiere ni lo uno ni lo otro y ambas formas le parecen males abominables. Detesta a los ideólogos tanto como a los hombres de presa. La independencia no le parece el fin sino un paso previo. Lo más importante es lo que ha de venir después: la organización del mundo de Colón en una poderosa estructura política, donde quepan las realidades y las esperanzas sin daño y sin engaño.

Por eso mismo, al final de su vida se siente agobiado por el desengaño: «La independencia es el único bien que hemos alcanzado, a costa de todos los demás», dirá con desolación. Porque para él es dolor y desengaño ver caer a aquellos países recién libertados al precio de tantos sacrificios en las variadas formas de caudillismo dictatorial.

Ese buscar sin tregua, que es también constante revelación, es lo que lo mantiene vivo y válido para la empresa todavía abierta de realizar la América en la que él estaba empeñado. Bolívar no encarna solo un gran acontecimiento histórico. Es también una causa y un camino. Tanto como en el glorioso pasado, está el porvenir de los pueblos a los que se dio.

Es difícil de entender porque su mundo es difícil de entender. En él toma conciencia y forma inmarchitable el gran proceso de mestización cultural de la vida criolla. Es voz y brazo no solo de aquellos hombres que se lanzaron a hacer milagros a su llamada, sino de todas las vastas muchedumbres que lo siguen nombrando y buscando. No está ni dormido, ni muerto, ni en calidad de recuerdo, ni en sustancia de archivo: «Yo los he representado en presencia de los hombres, yo los representaré en presencia de la posteridad» es lo que sigue respondiendo a la gente inquieta y buscadora.

Los que sólo miran sus libros europeos, su trato mundano, sus uniformes de parada, sus maestros, sus viajes, su cultura, no podrán nunca entenderlo cabalmente. Hay que mirar también aquella hamaca que lo acompañó hasta la hora de morir. Tejida por manos mestizas, legado de lo más viejo y lo más hondo de la tierra y de las gentes que él nació para encarnar.

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