El 'arrondissement' o distrito 18 de París, situado al norte de la capital francesa, es un sector pobre y populoso habitado en su gran mayoría por musulmanes del norte de África. Muchos de ellos circulan allí con túnicas y sandalias como si nunca hubiesen salido de la Casbah de Argel. El 11 de septiembre del año pasado, mientras todas las cadenas de televisión mostraban en sus pantallas el horror de las torres gemelas convertidas en un holocausto de fuego, humo y sangre, allí se vivía, en terrazas y cafés, una atmósfera de carnaval.
''No podemos ver esto como una empresa criminal --decía a los reporteros del diario Le Parisien un dirigente magrebí del barrio entre una copa y otra--. Es un acto heroico.'' A la misma hora, jóvenes militantes del movimiento de extrema derecha dirigido por Jean-Marie Le Pen celebraban el acontecimiento con champaña. Y cinco días después, el 16 de septiembre, en la tradicional fiesta del diario comunista L'Humanité, los sindicalistas de la poderosa Confederación General del Trabajo (CGT) silbaron al secretario de su partido, Robert Hué, cuando pidió un minuto de silencio por las víctimas del atentado terrorista de Nueva York y Washington. Lo único común, entre personajes tan diversos, es el odio a Estados Unidos. Un verdadero enigma.
Lo sorprendente es que algo de ese sentimiento aflora en los gobiernos y dirigentes políticos de Europa y otras latitudes. La solidaridad con los americanos ante el horror vivido por ellos el 11 de septiembre sólo duró dos días. Pasado ese momento, el primer ministro francés Lionel Jospin consideró oportuno lanzar una pregunta que tenía mucho de reprimenda: ''¿Qué lección van a sacar los norteamericanos de lo que acaba de ocurrirles?'' A esta declaración siguieron en todas partes notas igualmente desabridas por cuenta de los movimientos contra la globalización, de los verdes alemanes, de dirigentes e intelectuales latinoamericanos, comentaristas de la izquierda europea e inclusive de personalidades tales como el español Baltasar Garzón y el premio Nobel italiano Darío Fo. Unos y otros no dejaban de preguntarse si los Estados Unidos, dado su ''unilateralismo de hiperpotencia'', y el foso que habrían dejado crear entre su riqueza y el mundo pobre, no eran en cierto modo responsables de su propia tragedia.
Para el célebre ensayista y filósofo francés Jean-François Revel, éstas son expresiones, unas abiertas y feroces, otras embozadas, de un sentimiento que prevalece en todos los rincones del planeta: el antiamericanismo. En un libro, próximo a publicarse en lengua castellana y titulado La obsesión antiamericana, Revel se apresura a establecer una diferencia esencial entre lo que sería la crítica legítima y necesaria a los Estados Unidos por determinados aspectos de su política y una fobia visceral y ciega que tiende a ver a la primera potencia del mundo como responsable de los errores, fracasos y sufrimientos de una buena parte de la humanidad. ''Es odio'', dice el escritor francés y, en su libro, se aplica a demostrar la manera como se expresa y a desentrañar las razones, a veces inconscientes, que lo alimentan.
La primera de ellas obedecería, según él, a estereotipos infundados, de libre circulación en Europa, sobre la cultura y la sociedad norteamericanas. Uno de los lugares comunes más leídos u oídos en todas partes sostiene, por ejemplo, que la sociedad norteamericana está gobernada por el dios dinero, dejando en segundo término valores morales o culturales. El grado de estimación de un individuo sería directamente proporcional a su cuenta bancaria. Además, la de Estados Unidos, según tales estereotipos, sería una sociedad despojada de todo concepto de solidaridad social y contaminada por una violencia que está siempre presente en el cine y en la televisión.
Se habla también de las discriminaciones raciales y de un mundo político que a base de simples manejos de imagen le habría permitido el acceso a la presidencia de la nación a individuos de bajo nivel intelectual. No de otra manera se comprendería que hubiesen conseguido ser presidentes un vendedor de corbatas de Missouri llamado Harry S. Truman, un comerciante de cacahuetes llamado Carter o un mediocre actor de cine llamado Reagan, para no hablar de George W. Bush que nunca, antes de ser presidente, habría puesto los pies en un museo ni en una catedral gótica de Europa.
Para cuantos padecen en el mundo de esta obsesión anti-norteamericana, incultura y poder reunidos en una misma copa conducen a una política de corte imperial. Por ello, en vez de una solución diplomática con Iraq, Bush, actuando como un sheriff de Tejas, buscaría unilateralmente el derrocamiento de Saddam Hussein por la vía armada, y no tendría inconveniente en señalar a este país, a Irán y a Corea del Norte como el eje del mal. El llamado bloqueo a Cuba o el impuesto a Irak, los bombardeos en Afganistán, las medidas tendientes a fiscalizar comunicaciones por Internet, teléfonos celulares o cuentas bancarias, la negativa a firmar el protocolo de Kyoto para preservar el medio ambiente del planeta, reduciendo la producción de gases industriales, y aun la llamada acción preventiva contra el terrorismo mostrarían una vocación no ya de superpotencia sino de una ''hiperpotencia'' que actúa ciegamente según sus intereses, sin buscar concertación alguna con los países de la Unión Europea. Es decir, Estados Unidos, hoy más que siempre, mostrarían una vocación imperialista.
Para Revel, estas aseveraciones que abundan en la prensa de Francia y del resto de Europa son sólo espesas mentiras dictadas por una aversión antigua y puramente pasional. Según el escritor francés, los críticos de Bush en Europa se niegan a reconocer que Saddam Hussein se ha negado a eliminar sus depósitos de armas químicas y biológicas, haciendo inviable una solución diplomática con su gobierno. Conociendo al personaje, ningún dirigente debería ignorar el peligro que él representa para la seguridad internacional, cómo tampoco el de Irán o el de Corea del Norte, ni el hecho de que existe hoy un ''hiperterrorismo'' que se sirve hoy de los más sofisticados medios tecnológicos para reemplazar nuestra civilización por otra arcaica de alcance mundial. El gobierno americano sería el único en evaluar debidamente la realidad de esta amenaza. Europa, por cobardía, se negaría a verla.
A propósito del llamado Protocolo de Kyoto, firmado en 1997 por 168 países bajo la égida de la ONU a fin de reducir la emisión de gases en el mundo en defensa del medio ambiente, Revel recuerda que el rechazo de Estados Unidos a suscribirlo no provino de Bush. Fue negado por el Senado por 95 votos contra cero. Y hoy en día, cinco años después, ni uno solo de los firmantes de entonces lo ha ratificado.
¿Sociedad inculta? Revel replica con lujo de cifras. Estados Unidos no es sólo el país de Madonna, de los McDonald's y las series B de televisión. Es también el único del mundo donde hay 1,700 orquestas sinfónicas y donde se registran más de siete millones de entradas a la ópera y 500 millones de entradas a los museos cada año. Y en cuanto a la violencia y a la supuesta discriminación racial, el escritor recuerda que en la propia Francia este doble problema es mayor que en los Estados Unidos. De hecho, la policía francesa avanza en las zonas periféricas de ciudades como París, Lyon o Marsella igual que en territorio enemigo, y en vez del exitoso melting pot de Norteamérica se da el caso de que los inmigrantes argelinos, con ocasión de un partido de fútbol, terminan lanzando una descomunal rechifla a La marsellesa en un estadio de París. De esta manera, los críticos europeos, víctimas de la fobia anti-norteamericana, por andar mirando la paja en el ojo ajeno no mirarían la viga en el propio.
¿Por qué los Estados Unidos se han convertido en una superpotencia? Esencialmente para Revel ello se debe a tres factores. Primero, una economía que de 1983 al 2001 supo asegurar pleno empleo, equilibrio presupuestal y ausencia de inflación. Luego, a su indiscutible dominio en el campo tecnológico y, finalmente, a su poderío militar. En cuanto al culto de ciertos valores relacionados con la democracia y del respeto a los derechos humanos, a pesar de los títulos que en este sentido reclama Francia no debe olvidarse, dice Revel, que Europa carga a sus espaldas los pecados de la colonización y de los dos grandes y sangrientos desvaríos ideológicos del siglo XX: el comunismo y el fascismo.
Y a pesar de la recuperación económica de la Unión Europea y de sus recursos humanos y materiales, el viejo continente no tiene la suficiente capacidad de invención, de eficacia, sentido de la organización, rapidez en la adaptación a las nuevas tecnologías. Según Revel, está inhibido por prejuicios ideológicos. Por obra de ellos, hordas de muchachos rompen vitrinas en Génova o en Niza protestando contra la globalización. No la ven como una realidad que escapa a cualquier postulado teórico, sino "como una reacción contra el capitalismo y Estados Unidos, su encarnación diabólica''.
En esta visión adulterada se apoya el antiamericanismo de la izquierda. La extrema derecha, por su parte, comulga con el mismo desprecio. También ella rechaza la democracia liberal. Y la derecha tradicional europea --sostiene Revel-- alimenta el amargo sentimiento de haber perdido en el siglo XX el papel protagónico que había tenido desde el siglo XV como centro de la iniciativa del planeta, hogar científico y artístico y motor de la actividad económica. Es una herida al amor propio que tarda en restañarse.
En cuanto a la América Latina, Jean-François Revel prefiere explicar el fuerte sentimiento antinorteamericano de muchos de sus dirigentes políticos y de sus intelectuales y académicos con una cita del venezolano Carlos Rangel: "Para los latinoamericanos es un escándalo insoportable que un puñado de anglosajones, llegados a este hemisferio mucho más tarde que los españoles, hayan convertido a su país en la primera potencia del mundo. Sería necesaria una impensable autocrítica para mirar de frente las causas de este contraste. Y a falta de ella... nuestros males sólo encuentran su explicación en el imperialismo norteamericano".
¿Falso o cierto? Como sea, la visión que tiene el mundo de Estados Unidos es una extraña mezcla de envidia y desprecio. ¿Dónde termina la realidad y dónde empieza el resentimiento irracional, la fobia? El controvertido libro de Revel intenta poner en claro algo que desde siempre ha sido un enigma.